Las cuestiones terminológicas son importantes en filosofía.
Como dijo una vez un filósofo por el que tengo la mayor estima, la terminología
es el momento poético del pensamiento. Pero esto no significa que los filósofos
necesariamente deban definir siempre sus términos técnicos. Platón nunca
definió el más importante de sus términos: idea. Otros, en cambio, como Spinoza
y Leibniz, prefieren definir more geometrico sus términos técnicos. Y no sólo
los sustantivos, sino cualquier parte del discurso, para un filósofo, puede
adquirir dignidad terminológica. Se ha señalado que, en Kant, el adverbio
gleichwohl es usado como un terminus technicus. Así, en Heidegger, el guión en
expresiones como in-der-Welt-sein tiene un evidente carácter terminológico. Y
en el último escrito de Gilles Deleuze, La inmanencia: una vida..., tanto los
dos puntos como los puntos suspensivos son términos técnicos, esenciales para
la comprensión del texto.
La hipótesis que quiero proponerles es que la palabra
"dispositivo", que da el título a mi conferencia, es un término
técnico decisivo en la estrategia del pensamiento de Foucault. Lo usa a menudo,
sobre todo a partir de la mitad de los años setenta, cuando empieza a ocuparse
de lo que llamó la "gubernamentalidad" o el "gobierno" de
los hombres. Aunque, propiamente, nunca dé una definición, se acerca a algo así
como una definición en una entrevista de 1977 (Dits et ecrits, 3, 299):
"Lo que trato de indicar con este nombre es, en primer
lugar, un conjunto resueltamente heterogéneo que incluye discursos,
instituciones, instalaciones arquitectónicas, decisiones reglamentarias, leyes,
medidas administrativas, enunciados científicos, proposiciones filosóficas,
morales, filantrópicas, brevemente, lo dicho y también lo no-dicho, éstos son
los elementos del dispositivo. El dispositivo mismo es la red que se establece
entre estos elementos."
"...por dispositivo, entiendo una especie -digamos- de
formación que tuvo por función mayor responder a una emergencia en un
determinado momento. El dispositivo tiene pues una función estratégica
dominante.... El dispositivo está siempre inscripto en un juego de poder"
"Lo que llamo dispositivo es mucho un caso mucho más
general que la episteme. O, más bien, la episteme es un dispositivo
especialmente discursivo, a diferencia del dispositivo que es discursivo y no
discursivo".
Resumamos brevemente los tres puntos:
1) Es un conjunto heterogéneo, que incluye virtualmente
cualquier cosa, lo lingüístico y lo no-lingüístico, al mismo título: discursos,
instituciones, edificios, leyes, medidas de policía, proposiciones filosóficas,
etc. El dispositivo en sí mismo es la red que se establece entre estos
elementos.
2) El dispositivo siempre tiene una función estratégica
concreta y siempre se inscribe en una relación de poder.
3) Es algo general, un reseau, una "red", porque
incluye en sí la episteme, que es, para Foucault, aquello que en determinada
sociedad permite distinguir lo que es aceptado como un enunciado científico de
lo que no es científico.
Quisiera tratar de trazar, ahora, una genealogía sumaria de
este término, primero dentro de la obra de Foucault y luego en un contexto
histórico más amplio.
A finales de los años sesenta, más o menos en el momento en
que escribe La arqueología del saber, y para definir el objeto de sus
investigaciones, Foucault no usa el término dispositivo sino aquel,
etimológicamente parecido, "positivité", positividad. De nuevo sin
definirlo.
Muchas veces me pregunté dónde hubiese encontrado Foucault
este término, hasta el momento en que, no hace muchos meses, releí el ensayo de
Jean Hyppolite, Introduction à la philosophie de Hegel. Ustedes probablemente
conocen la estrecha relación que unía a Foucault con Hyppolite, a quien a veces
define como "mi maestro" (Hyppolite fue efectivamente su profesor,
primero, durante el Khâgne en el bachillerato Henri IV y, luego, en la École
normal.
El capítulo tercero del ensayo de Hyppolite se titula:
“Raison et histoire. Les idées de positivité et de destin”.
Aquí, concentra su análisis en dos obras hegelianas del
llamado período de Berna y Francfort, 1795-96: la primera es El espíritu del
cristianismo y su destino y, la segunda – de donde proviene el términos que nos
interesa –, La positividad de la religión cristiana (Die Positivität der
chrisliche Religion). Según Hyppolite, "destino" y
"positividad" son dos conceptos-clave del pensamiento hegeliano. En
particular, el término "positividad" tiene en Hegel su lugar propio
en la oposición entre "religión natural" y "religión
positiva". Mientras la religión natural concierne a la relación inmediata
y general de la razón humana con lo divino, la religión positiva o histórica
comprende el conjunto de las creencias, de las reglas y de los rituales que en
cierta sociedad y en determinado momento histórico les son impuestos a los
individuos desde el exterior. "Una religión positiva", escribe Hegel
en un paso que Hyppolite cita, "implica sentimientos, que son impresos en
las almas mediante coerción, y comportamientos, que son el resultado de una
relación de mando y obediencia y que son cumplidos sin un interés directo"
(J.H., Introd. Seuil, Paris 1983, p.43).
Hyppolite muestra cómo la oposición entre naturaleza y
positividad corresponde, en este sentido, a la dialéctica entre libertad y
coerción, y entre razón e historia.
En un pasaje que no puede no haber suscitado la curiosidad
de Foucault y que contiene algo más que un presagio de la noción de
dispositivo, Hyppolite escribe: “Se ve aquí el nudo problemático implícito en
el concepto de positividad, y los sucesivos intentos de Hegel para unir
dialécticamente – una dialéctica que todavía no ha tomado conciencia de sí
misma – la razón pura (teórica y, sobre todo, práctica) y la positividad, es
decir, el elemento histórico. En cierto sentido, la positividad es considerada
por Hegel como un obstáculo para la libertad humana, y como tal es condenada.
Investigar los elementos positivos de una religión y, ya se podría añadir, de
un estado social significa descubrir lo
que en ellos es impuesto a los hombres mediante coerción, lo que opaca la
pureza de la razón. Pero, en otro sentido, que en el curso del desarrollo del
pensamiento hegeliano acaba prevaleciendo, la positividad tiene que ser
conciliada con la razón, que pierde entonces su carácter abstracto y se adecua
a la riqueza concreta de la vida. Se comprende,
entonces, cómo el concepto de positividad está en el centro de las
perspectivas hegelianas" (46).
Si "positividad" es el nombre que, según
Hyppolite, el joven Hegel da al elemento histórico, con toda su carga de
reglas, rituales e instituciones impuestas a los individuos por un poder
externo, pero que es, por así decir, interiorizado en los sistemas de creencias
y sentimientos; entonces, tomando en préstamo este término, que se convertirá
más tarde en "dispositivo", Foucault toma partido respecto de un
problema decisivo y que es también su problema más propio: la relación entre
los individuos como seres vivientes y el elemento histórico.
Entendiendo con este término el conjunto de las
instituciones, de los procesos de subjetivación y de las reglas en que se
concretan las relaciones de poder. El objetivo último de Foucault, sin embargo,
no es, como en Hegel, el de reconciliar los dos elementos. Y tampoco el de enfatizar
el conflicto entre ellos. Se trata, para él, más bien, de investigar los modos
concretos en que las positividades o los dispositivos actúan en las relaciones,
en los mecanismos y en los "juegos" del poder.
Debería quedar claro, entonces, en qué sentido al inicio de
esta conferencia propuse como hipótesis que el término "dispositivo"
es un término técnico esencial del pensamiento de Foucault. No se trata de un
término particular, que se refiera solamente a tal o a cual tecnología de poder.
Es un término general, que tiene la misma amplitud que, según Hyppolite, el
término "positividad" tiene para el joven Hegel y, en la estrategia
de Foucault, viene a ocupar el lugar de aquellos que define, críticamente, como
"los universales", les universaux.
Foucault, como saben, siempre rechazó ocuparse de esas
categorías generales o entes de razón que llama "los universales",
como el Estado, la Soberanía, la Ley, el Poder. Pero esto no significa que no
hay, en su pensamiento, conceptos operativos de carácter general. Los
dispositivos son, precisamente, lo que en la estrategia foucaultiana ocupa el
lugar de los Universales: no simplemente tal o cual medida de policía, tal o
cual tecnología de poder y tampoco una mayoría conseguida por abstracción;
sino, más bien, como dijo en la entrevista del 1977, "la red, el reseau,
que se establece entre estos elementos."
Tratemos de examinar, ahora, la definición del término
"dispositivo" que se encuentra en los diccionarios franceses de
empleo común. Éstos distinguen tres sentidos del término:
1) un sentido jurídico en sentido estricto: “el dispositivo
es la parte de un juicio que contiene la decisión por oposición a los motivos”.
Es decir: la parte de la sentencia (o de una ley) que decide y dispone.
2) un sentido tecnológico: “la manera en que se disponen las
piezas de una máquina o de un mecanismo y, por extensión, el mecanismo mismo”.
3) un sentido militar: “el conjunto de los medios dispuestos
conformemente a un plan”
Todos estos sentidos, los tres, están presentes de algún modo
en el uso foucaultiano. Pero los diccionarios, en particular los que no tienen
un carácter histórico-etimológico, funcionan dividiendo y separando los varios
sentidos de un término. Esta fragmentación, sin embargo, generalmente
corresponde al desarrollo y a la articulación histórica de un único sentido
original, que es importante no perder de vista. En el caso del término
“dispositivo”, ¿cuál es este sentido? Ciertamente, el término, tanto en el
empleo común como en el foucaultiano, parece referir a la disposición de una
serie de prácticas y de mecanismos (conjuntamente lingüísticos y no
lingüísticos, jurídicos, técnicos y militares) con el objetivo de hacer frente
a una urgencia y de conseguir un efecto. Pero, ¿en cuál estrategia de praxis o
pensamiento, en qué contexto histórico se originó el término moderno?
En los últimos tres años, me introduje cada vez en una
investigación de la que sólo ahora comienzo a entrever el final y que se puede
definir, con cierta aproximación, como una genealogía teológica de la economía.
En los primeros siglos de la historia de la Iglesia – digamos entre los siglos
segundo y sexto - el término griego oikonomía desempeñó una función decisiva en
la teología. Ustedes saben que oikonomía significa, en griego, la administración
del oikós, de la casa y, más generalmente, gestión, management. Se trata, como
dice Aristóteles, no de un paradigma epistémico, sino de una regla, de una
actividad práctica, que tiene que enfrentar, cada vez, un problema y una
situación particular. ¿Por qué los padres sintieron la necesidad de introducir
este término en la teología? ¿Cómo se llegó a hablar de una economía divina?
Se trató, precisamente, de un problema extremadamente
delicado y vital, quizás, si me permiten el juego de palabras, de la cuestión
crucial de la historia de la teología cristiana: la Trinidad. Cuando, en el
curso del segundo siglo, se empezó a discutir de una Trinidad de figuras
divinas, el Padre, el Hijo y el Espíritu, hubo, como se podía espera, una
fuerte resistencia dentro de la iglesia por parte de personas razonables que
pensaron con espanto que, de este modo, se corría el riesgo de reintroducir el
politeísmo y el paganismo en la fe cristiana. Para convencer a estos obstinados
adversarios (que fueron finalmente definidos como "monarquianos", es
decir, partidarios de la unidad), teólogos como Tertulliano, Hipólito, Irineo y
muchos otros no encontraron nada mejor que servirse del término oikonomía. Su
argumento fue más o menos el siguiente:
"Dios, en cuanto a su ser y a su substancia, es,
ciertamente, uno; pero en cuánto a su oikonomía, es decir, en cuanto al modo en
que administra su casa, su vida y el mundo que ha creado, él es, en cambio,
triple. Como un buen padre puede confiarle al hijo el desarrollo de ciertas
funciones y determinadas tareas, sin perder por ello su poder y su unidad, así
Dios le confía a Cristo la "economía", la administración y el
gobierno de la historia de los hombres. El término oikonomía se fue así
especializado para significar, en particular, la encarnación del Hijo, la
economía de la redención y la salvación (por ello, en algunas sectas gnósticas,
Cristo terminó llamándose "el hombre de la economía", ho ánthropos
tês oikonomías. Los teólogos se acostumbraron poco a poco a distinguir entre un
"discurso - o lógos - de la teología" y un "lógos" de la
economía, y la oikonomía se convirtió así en el dispositivo mediante el cual
fue introducido el dogma trinitario en la fe cristiana.
Pero, como a menudo ocurre, la fractura, que, de este modo,
los teólogos trataron de evitar y de remover de Dios en el plano del ser,
reapareció con la forma de un cesura que separa, en Dios, ser y acción,
ontología y praxis. La acción, la economía, pero también la política no tiene
ningún fundamento en el ser. Ésta es la esquizofrenia que la doctrina teológica
de la oikonomía dejó en herencia a la cultura occidental.
A través de esta resumida exposición, pienso que se han dado
cuenta de la centralidad y de la importancia de la función que desempeñó la
noción de oikonomía en la teología cristiana. Ahora bien, ¿cuál es la
traducción de este fundamental término griego en los escritos de los padres
latinos? Dispositio.
El término latino dispositio, del que deriva nuestro término
"dispositivo", viene pues a asumir en sí toda la compleja esfera
semántica de la oikonomía teológica. Los "dispositivos" de los que
habla Foucault están conectados, de algún modo, con esta herencia teológica.
Pueden ser vinculados, de alguna manera, con la fractura que divide y, al mismo
tiempo, articula, en Dios, el ser y la praxis, la naturaleza o esencia y el
modo en que él administra y gobierna el mundo de las criaturas.
A la luz de esta genealogía teológica, los dispositivo
foucaultianos adquieren una importancia todavía más decisiva, en un contexto en
el que ellos no sólo se cruzan con la "positividad" del joven Hegel,
sino también con la Gestell del último Heidegger, cuya etimología es afín a la
de dis-positio, dis-ponere (el alemán stellen corresponde al latino ponere).
Común a todos este términos es la referencia a una oikonomía, es decir, a un conjunto
de praxis, de saberes, de medidas, de instituciones, cuyo objetivo es
administrar, gobernar, controlar y orientar, en un sentido que se supone útil,
los comportamientos, los gestos y los pensamientos de los hombres.
Uno de los principios metodológicos que sigo constantemente
en mis investigaciones es localizar, en los textos y en los contextos en que
trabajo, el punto de su Entwicklungsfähigkeit, como dijo Feuerbach, es decir,
el punto en que ellos son susceptibles de desarrollo. Sin embargo, cuando
interpretamos y desarrollamos en este sentido el texto de un autor, llega el
momento en que empezamos a darnos cuenta de no poder ir más allá sin contravenir
a las reglas más elementales de la hermenéutica. Esto significa que el
desarrollo del texto en cuestión ha alcanzado un punto de indecibilidad en el
que se hace imposible distinguir entre el autor y el intérprete. Aunque, para
el intérprete, sea un momento particularmente feliz, él sabe que éste es el
momento para bandonar el texto que está analizando y para proceder por cuenta
propia.
Los invito, por ello, a abandonar el contexto de la
filología foucaultiana en la que nos hemos movido hasta ahora y a situar los
dispositivos en un nuevo contexto.
Les propongo nada menos que una repartición general y maciza
de lo que existe en dos grandes grupos o clases: de una parte los seres
vivientes o las substancias y, de la otra, los dispositivos en los que ellos
están continuamente capturados. De una parte, esto es, para retomar la
terminología de los teólogos, la ontología de las criaturas y de la otra la
oikonomía de los dispositivos que tratan de gobernarlas y conducirlas hacia el
bien.
Generalizándola ulteriormente la ya amplísima clase de los
dispositivos foucaultianos, llamaré literalmente dispositivo cualquier cosa que
tenga de algún modo la capacidad de capturar, orientar, determinar,
interceptar, modelar, controlar y asegurar los gestos, las conductas, las
opiniones y los discursos de los seres vivientes. No solamente, por lo tanto,
las prisiones, los manicomios, el panóptico, las escuelas, la confesión, las
fábricas, las disciplinas, las medidas jurídicas, etc., cuya conexión con el
poder es en cierto sentido evidente, sino también la lapicera, la escritura, la
literatura, la filosofía, la agricultura, el cigarrillo, la navegación, las
computadoras, los celulares y – por qué no - el lenguaje mismo, que es quizás
el más antiguo de los dispositivos, en el que millares y millares de años un
primate – probablemente sin darse cuenta de las consecuencias que se seguirían
– tuvo la inconciencia de dejarse capturar.
Resumiendo, tenemos así dos grandes clases, los seres
vivientes o las sustancias y los dispositivos. Y, entre los dos, como un
tercero, los sujetos. Llamo sujeto a lo que resulta de la relación o, por así
decir, del cuerpo a cuerpo entre los vivientes y los aparatos. Naturalmente las
sustancias y los sujetos, como en la vieja metafísica, parecen superponerse,
pero no completamente. En este sentido, por ejemplo, un mismo individuo, una
misma sustancia, puede ser el lugar de múltiples procesos de subjetivación: el
usuario de celulares, el navegador en Internet, el escritor de cuentos, el
apasionado de tango, el no-global, etc., etc. A la inmensa proliferación de
dispositivos que define la fase presente del capitalismo, hace frente una
igualmente inmensa proliferación de procesos de subjetivación. Ello puede dar
la impresión de que la categoría de subjetividad, en nuestro tiempo, vacila y
pierde consistencia, pero se trata, para ser precisos, no de una cancelación o
de una superación, sino de una diseminación que acrecienta el aspecto de
mascarada que siempre acompañó a toda identidad personal.
No sería probablemente errado definir la fase extrema del
desarrollo capitalista que estamos viviendo como una gigantesca acumulación y
proliferación de dispositivos. Ciertamente, desde que apareció el homo sapiens hubo
dispositivos, pero se diría que hoy no hay un solo instante en la vida de los
individuos que no esté modelado, contaminado o controlado por algún
dispositivo. ¿De qué manera podemos enfrentar, entonces, esta situación? ¿Qué
estrategia debemos seguir en nuestro cuerpo a cuerpo cotidiano con los dispositivos?
No se trata sencillamente de destruirlos ni, como sugieren algunos ingenuos, de
usarlos en el modo justo.
Por ejemplo, viviendo en Italia, es decir en un país en el
que los gestos y los comportamientos de los individuos han sido remodelados de
cabo a rabo por los teléfonos celulares (llamados familiarmente "telefonino”,
telefonito), yo he desarrollado un odio implacable por este aparato que ha
hecho aún más abstractas las relaciones entre las personas. No obstante me haya
sorprendido a mí mismo, muchas veces, pensando cómo destruir o desactivar los
“telefonitos” y cómo eliminar o, al menos, castigar y encarcelar a los que
hacen uso de ellos; no creo que ésta sea la solución apropiada para el
problema.
El hecho es que, con toda evidencia, los dispositivos no son
un accidente en el que los hombres hayan caído por casualidad, sino que tienen
su raíz en el mismo proceso de "hominización" que ha hecho
"humanos" a los animales que clasificamos con la etiqueta de homo
sapiens. El acontecimiento que produjo lo humano constituye, en efecto, para el
viviente, algo así como una escisión que lo separa de él mismo y de la relación
inmediata con su entorno, es decir, con lo que Uexkühl y, después de de él,
Heidegger llaman el círculo receptor-desinhibidor. Partiendo o interrumpiendo
esta relación, se ocasionan para el viviente el tedio – es decir, la capacidad
de suspender la relación inmediata con los desinhibidores – y lo Abierto, esto
es, la posibilidad de conocer el ente en cuanto ente, de construir un mundo.
Pero, con estas posibilidades, también es dada la posibilidad de los
dispositivos que pueblan lo Abierto con instrumentos, objetos, gadgets,
baratijas y tecnologías de todo tipo. Mediante los dispositivos, el hombre
trata de hacer girar en el vacío los comportamientos animales que se han
separado de él y de gozar así de lo Abierto como tal, del ente en cuanto ente.
A la raíz de cada dispositivo está, entonces, un deseo de felicidad. Y la
captura y la subjetivación de este deseo en una esfera separada constituye la
potencia específica del dispositivo.
Esto significa que la estrategia que tenemos que adoptar en
nuestro cuerpo a cuerpo con los dispositivos no puede ser simple. Ya que se
trata de nada menos que de liberar lo que ha sido capturado y separado por los dispositivos
para devolverlo a un posible uso común. En esta perspectiva, quisiera hablarles
ahora de un concepto sobre el que me tocó trabajar recientemente. Se trata de
un término que proviene de la esfera del derecho y la religión romana (derecho
y religión están estrechamente conectados, no sólo en Roma): profanación.
Los juristas romanos sabían perfectamente qué significaba
“profanar”.
Sagradas o religiosas eran las cosas que pertenecían de
algún modo a los dioses. Como tales, ellas eran sustraídas al libre uso y al
comercio de los hombres, no podían ser vendidas ni dadas en préstamo, cedidas
en usufructo o gravadas de servidumbre. Sacrílego era todo acto que violara o
infringiera esta especial indisponibilidad, que las reservaba exclusivamente a
los dioses celestes (y entonces eran llamadas propiamente “sagradas”) o
infernales (en este caso, se las llamaba simplemente “religiosas”). Y si
consagrar (sacrare) era el término que designaba la salida de las cosas de la
esfera del derecho humano, profanar significaba por el contrario restituir al libre uso de los
hombres. “Profano –escribe el gran jurista Trebacio– se dice en sentido propio
de aquello que, habiendo sido sagrado o religioso, es restituido al uso y a la
propiedad de los hombres”. Y “puro” era el lugar que había sido desligado de su
destinación a los dioses de los muertos, y por lo tanto ya no era más “ni
sagrado, ni santo, ni religioso, y quedaba así liberado de todos los nombres de
este género” (D. 11, 7, 2).
Pura, profana, libre de los nombres sagrados es la cosa
restituida al uso común de los hombres. Pero el uso no aparece aquí como algo
natural: a él se accede solamente a través de una profanación. Entre “usar” y “profanar”
parece haber una relación particular, que es preciso poner en claro.
Es posible definir la religión como aquello que sustrae
cosas, lugares, animales o personas del uso común y los transfiere a una esfera
separada. No sólo no hay religión sin separación, sino que toda separación
contiene o conserva en sí un núcleo auténticamente religioso. El dispositivo
que realiza y regula la separación es el sacrificio: a través de una serie de
rituales minuciosos, según la variedad de las culturas, que Hubert y Mauss han
pacientemente inventariado, el sacrificio sanciona el pasaje de algo que
pertenece al ámbito de lo profano al ámbito de lo sagrado, de la esfera humana
a la divina. En este pasaje es esencial la cesura que divide las dos esferas,
el umbral que la víctima tiene que atravesar, no importa si en un sentido o en
el otro. Lo que ha sido ritualmente separado, puede ser restituido por el rito
a la esfera profana. Una de las formas más simples de profanación se realiza
así por contacto (contagione) en el mismo sacrificio que obra y regula el
pasaje de la víctima de la esfera humana a la esfera divina. Una parte de la
víctima (las vísceras, exta: el hígado, el corazón, la vesícula biliar, los
pulmones) es reservada a los dioses, mientras que lo que queda puede ser consumido
por los hombres. Es suficiente que los que participan en el rito toquen estas
carnes para que ellas se conviertan en profanas y puedan ser simplemente
comidas. Hay un contagio profano, un tocar que desencanta y restituye al uso lo
que lo sagrado había separado y petrificado.
El pasaje de lo sagrado a lo profano puede, de hecho, darse
también a través de un uso (o, más bien, un reuso) completamente incongruente
de lo sagrado. Se trata del juego. Es sabido que la esfera de lo sagrado y la
esfera del juego están estrechamente conectadas. La mayor parte de los juegos
que conocemos deriva de antiguas ceremonias sagradas, de rituales y de
prácticas adivinatorias que pertenecían tiempo atrás a la esfera estrictamente
religiosa. La ronda fue en su origen un rito matrimonial; jugar con la pelota
reproduce la lucha de los dioses por la posesión del sol; los juegos de azar
derivan de prácticas oraculares; el trompo y el tablero de ajedrez eran
instrumentos de adivinación. Analizando esta relación entre juego y rito, Emile
Benveniste ha mostrado que el juego no sólo proviene de la esfera de lo
sagrado, sino que representa de algún modo su inversión. La potencia del acto
sagrado –escribe Benveniste– reside en la conjunción del mito que cuenta la historia
y del rito que la reproduce y la pone en escena. El juego rompe esta unidad:
como ludus, o juego de acción, deja caer el mito y conserva el ritual; como
jocus, o juego de palabras, elimina el rito y deja sobrevivir el mito. “Si lo
sagrado se puede definir a través de la unidad consustancial del mito y el
rito, podremos decir que se tiene juego cuando solamente una mitad de la
operación sagrada es consumada, traduciendo solamente el mito en palabras y el
rito en acciones”.
Esto significa que el juego libera y aparta a la humanidad
de la esfera de lo sagrado, pero sin simplemente abolirla. El uso al cual es
restituido lo sagrado es un uso especial, que no coincide con el consumo
utilitario. La “profanación” del juego no atañe, en efecto, sólo a la esfera
religiosa. Los niños, que juegan con cualquier trasto viejo que encuentran,
transforman en juguete aun aquello que pertenece a la esfera de la economía, de
la guerra, del derecho y de las otras actividades que estamos acostumbrados a
considerar como serias. Un automóvil, un arma de fuego, un contrato jurídico se
transforman de golpe en juguetes. Lo que tienen en común estos casos con los
casos de profanación de lo sagrado es el pasaje de una religio, que es sentida
ya como falsa y opresiva, a la negligencia como verdadera religio. Y esto no
significa descuido (no hay atención que se compare con la del niño mientras
juega), sino una nueva dimensión del uso, que niños y filósofos entregan a la
humanidad. Se trata de un tipo de uso como el que debía tener en mente Walter
Benjamin, cuando escribió, en El nuevo abogado, que el derecho nunca aplicado
sino solamente estudiado, es la puerta de la justicia. Así como la religio, no
ya observada, sino jugada, abre la puerta del uso, las potencias de la economía,
del derecho y de la política, desactivadas en el juego, se convierten en la
puerta de una nueva felicidad.
El capitalismo como religión es el título de uno de los más
penetrantes fragmentos póstumos de Benjamin.
Según Benjamin, el capitalismo no representa sólo, como en
Weber, una secularización de la fe protestante, sino que es él mismo esencialmente
un fenómeno religioso, que se desarrolla en modo parasitario a partir del Cristianismo.
Como tal, como religión de la modernidad, está definido por tres
características: 1) Es una religión cultural, quizá la más extrema y absoluta
que haya jamás existido. Todo en ella tiene significado sólo en referencia al
cumplimiento de un culto, no respecto de un dogma o de una idea. 2) Este culto
es permanente, es “la celebración de un culto sans trêve et sans merci”. Los
días de fiesta y de vacaciones no interrumpen el culto, sino que lo integran.
3) El culto capitalista no está dirigido a la redención ni a la expiación de
una culpa, sino a la culpa misma. “El capitalismo es quizás el único caso de un
culto no expiatorio, sino culpabilizante...
Una monstruosa conciencia culpable que no conoce redención
se transforma en culto, no para expiar en él su culpa, sino para volverla
universal... y para capturar finalmente al propio Dios en la culpa... Dios no
ha muerto, sino que ha sido incorporado en el destino del hombre”.
Precisamente porque tiende con todas sus fuerzas no a la
redención, sino a la culpa; no a la esperanza, sino a la desesperación, el
capitalismo como religión no mira a la transformación del mundo, sino a su
destrucción. Y su dominio es en nuestro tiempo de tal modo total, que aun los
tres grandes profetas de la modernidad (Nietzsche, Marx y Freud) conspiran,
según Benjamin, con él; son solidarios, de alguna manera, con la religión de la
desesperación. “Este pasaje del planeta hombre a través de la casa de la
desesperación en la absoluta soledad de su recorrido es el éthos que define
Nietzsche. Este hombre es el Superhombre, esto es, el primer hombre que
comienza conscientemente a realizar la religión capitalista”. Pero también la
teoría freudiana pertenece al sacerdocio del culto capitalista: “Lo reprimido,
la representación pecaminosa... es el capital, sobre el cual el infierno del
inconsciente paga los intereses”. Y en Marx, el capitalismo “con los intereses
simples y compuestos, que son función de la culpa... se transforma
inmediatamente en socialismo”.
Tratemos de proseguir las reflexiones de Benjamin en la
perspectiva que aquí nos interesa. Podremos decir, entonces, que el
capitalismo, llevando al extremo una tendencia ya presente en el cristianismo,
generaliza y absolutiza en cada ámbito la estructura de la separación que
define la religión. Allí donde el sacrificio señalaba el paso de lo profano a
lo sagrado y de lo sagrado a lo profano, ahora hay un único, multiforme,
incesante proceso de separación, que inviste cada cosa, cada lugar, cada
actividad humana para dividirla de sí misma y que es completamente indiferente
a la cesura sacro/profano, divino/humano. En su forma extrema, la religión capitalista
realiza la pura forma de la separación, sin que haya nada que separar. Una
profanación absoluta y sin residuos coincide ahora con una consagración
igualmente vacua e integral. Y como en la mercancía la separación es inherente
a la forma misma del objeto, que se escinde en valor de uso y valor de cambio y
se transforma en un fetiche inaprensible, así ahora todo lo que es actuado,
producido y vivido –incluso el cuerpo humano, incluso la sexualidad, incluso el
lenguaje– son divididos de sí mismos y desplazados en una esfera separada que
ya no define alguna división sustancial y en la cual cada uso se vuelve
duraderamente imposible. Esta esfera es el consumo. Si, como ha sido sugerido,
llamamos espectáculo a la fase extrema del capitalismo que estamos viviendo, en
la cual cada cosa es exhibida en su separación de sí misma, entonces espectáculo
y consumo son las dos caras de una única imposibilidad de usar. Lo que no puede
ser usado es, como tal, consignado al consumo o a la exhibición espectacular.
Pero eso significa que profanar se ha vuelto imposible (o, al menos, exige
procedimientos especiales). Si profanar significa devolver al uso común lo que fue
separado en la esfera de lo sagrado, la religión capitalista en su fase extrema
apunta a la creación de un absolutamente Improfanable.
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