Cuestiones preliminares a su tratamiento desde el psicoanálisis
En un mundo que tiende a homogenizar las formas de vida, la diferencia sólo puede hacerse presente a veces en la ruptura de los vínculos sociales y familiares. La violencia es la expresión en el límite de esta diferencia cuando se hace intolerable en el interior mismo de estas formas de vida que se convierten entonces en formas de segregación.
Introduzcamos de inmediato el término que nos parece que aclara estas “formas de vida” y que el psicoanalista Jacques Lacan utilizó para interpretar un amplio espectro de fenómenos clínicos: son “formas de goce”(jouissance), formas de satisfacción de las pulsiones que se sitúan más allá del principio del placer en el que el sujeto busca su propio bienestar. La inclusión de este término coloca al psicoanálisis en una perspectiva ética que no parte de la suposición o de la falsa evidencia de que el sujeto quiere su propio bien. Antes bien, la experiencia clínica nos hace constatar que el sujeto puede
encontrar ese “bien” en un profundo malestar.
Si el mundo se nos aparece entonces como una diversidad de formas de goce es también en la medida en que éstas, con demasiada frecuencia, no pueden reconocerse ni soportarse recíprocamente, y ello hasta llegar a la violencia ejercida sobre lo que se presenta como una forma de goce diferente para cada una de ellas. El psicoanálisis descubrió que esta diversidad de formas de goce empieza por encarnarse en la diferencia más íntima y familiar, la más próxima para cada sujeto, la más irreductible también: la diferencia de los sexos.
El acto violento que calificamos de “humano” no puede reducirse a un hecho natural o
biológico. Es en realidad un producto de la civilización, presupone la existencia del registro simbólico del lenguaje y de uno de los factores más genuinos descubiertos por Freud, designado como la“pulsión de muerte”. En contra de cierto prejuicio humanista, esta noción contradice la ecuación según la cual a más civilización habría menos violencia. De hecho, el acto violento
se encuentra ya en el principio de toda cultura, tal como Freud lo tematizó en el mito edípico del asesinato del padre como origen de las leyes simbólicas, de la prohibición del incesto y de la exogamia. El acto violento del ser humano surge siempre en el seno de una relación intersubjetiva, constituida por el lenguaje. Si el límite de la palabra en el diálogo es el insulto, una vez atravesado este límite es el pasaje al acto violento el que viene a golpear lo inefable que se ha hecho presente en el otro. No habría acto violento sin la existencia, en un lugar y momento previos, de esta palabra-pacto simbólico que ha sido roto y que se trataría de restituir. La íntima relación existente entre
el pasaje al acto violento y la palabra excluida del registro simbólico del lenguaje nos lleva a considerar la condición particular de los seres que históricamente han sido objeto habitual de segregación y violencia: los niños, los locos, las mujeres. Considerados en algunas culturas como seres sagrados, portadores de una verdad ignorada, se convierten también en el objeto del acto
violento como retorno en lo real de una palabra imposible de decir. Este vínculo, existente en toda cultura y medio social, entre lo inefable para el discurso universal y el pasaje al acto violento contra el objeto de segregación tiene una lógica interna que es preciso considerar para abordar todo posible
tratamiento.
El malentendido estructural entre las diversas formas de goce tiene aquí su punto de apoyo: si
no pueden reconocerse de forma recíproca, si cada una puede considerar a la otra como extraña, es en la medida que cada una se piensa a sí misma como universal, como más verdadera, como más acorde o incluso como más normal en relación a su realidad, es decir, en la medida que se considera a sí misma como el goce de lo Uno. El goce de lo Otro tiende a convertirse entonces en una alteridad incompatible. Es el principio del racismo pero es también el principio de la violencia ejercida sobre los objetos de segregación que hemos indicado: la infancia, la locura, la feminidad, o sobre las tres encarnadas en un mismo sujeto.
El goce femenino es el que hace presente de manera más radical para cada sujeto —ya sea
un sujeto masculino o femenino— esta alteridad del goce, esta dimensión irreductible del goce del Otro que habita en cada Uno. La asimetría y la no complementariedad entre los sexos no hace más que aumentar esta dimensión de alteridad del goce femenino tanto para el hombre como para la mujer. Lacan pudo localizar este hecho estructural del siguiente modo: si en la relación sexual
la mujer es Otra para el hombre, lo es en la misma medida en que se convierte en Otra para sí misma. De ahí que este lugar del Otro del goce, a la vez que aparece como lo más enigmático, tienda también a ser segregado, repudiado, por el goce del Uno hasta ser objeto de la violencia más íntima y extrema.
La norma de lo Uno, entendida desde el psicoanálisis como norma fálica, suele estar representada por la norma masculina: la“norme-mâle”, como decía Lacan, la “norma-macho” o también lo “normal”, incluso la normalidad como ideal estadístico. Nada impide que esta normalidad sea defendida y transmitida por una mujer, en una posición que puede llevar incluso al consentimiento del acto violento sobre sí misma. La aparente “normalidad” con la que este acto violento se produce en muchos lugares y momentos —y no pensamos sólo en las culturas
islámicas, también en nuestro medio más cercano estalla demasiadas veces en la más absoluta “normalidad”—, no podría entenderse sin esta prevalencia del discurso fálico que modula y modela cada cultura. La figura del “hombre normal y simpático” bajo la que tantas veces se descubre con sorpresa al agresor patológico nos indica lo lejos que está el acto violento de una supuesta
anormalidad animal en el ser humano. Revela más bien el ideal cultural de normalidad que encubre la irrupción patológica del goce del Otro en la intimidad cotidiana.
Desde la posición masculina, el pasaje al acto violento sobre una mujer se suele revelar
como una forma de golpear en el Otro lo que el sujeto no puede simbolizar, lo que no puede articular en el discurso fálico sobre Uno mismo. Aquello que el sujeto golpea en el Otro es lo que se le hace presente e intolerable, demasiado íntimo y ajeno a la vez, de ese goce del Otro que lo habita. Un análisis detenido permite mostrar en cada caso la significación inconsciente por la que el sujeto masculino no puede llegar a reconocer lo que está golpeando de su propio ser alojado en el lugar del Otro. Puede entenderse así la relativa frecuencia con la que el pasaje al acto violento ejercido por el hombre sobre la mujer termina en un acto posterior de autolesión que no podría explicarse
por ningún recurso a una supuesta culpabilidad asumida. No se trata tanto de un autocastigo como de la consecuencia última de un acto que toma al Otro como lugar mediador en el que golpearse a sí mismo. Desde la posición femenina, la posición de consentimiento, hasta de sumisión aceptada, que se encuentra tantas veces como límite de una acción que se propone como socialmente liberadora o
terapéutica, muestra la gran dificultad que existe para separar al sujeto de una complicidad con este fantasma del goce del Otro con el que tiende a ser identificado desde la parte masculina.
Concebimos así el acto violento no como el mero trastorno de una conducta inadaptada a una
realidad, familiar o social, más o menos conflictiva. La mejor acción pedagógica y social encontrará aquí su límite. Se trata sobre todo de encontrar, en un análisis particular de cada caso, las significaciones inconscientes del pasaje al acto. Incluso antes de que éste se dé efectivamente, es posible localizar la huella que deja el deseo inconsciente y cuya interpretación nos dará la clave para señalar la responsabilidad que el sujeto no habrá podido rehuir sin significarse a la vez en ese acto. Por otra parte, lo que el psicoanálisis muestra y permite descubrir a cada sujeto es que no hay una forma de goce más verdadera, más acorde o más normal que otra. Una forma de goce (homo, hetero, fálica o no…) es simplemente diferente con respecto a otra. Asumir este lugar de la diferencia como principio lógico y ético es ya una forma general de prevenir la violencia contra y desde lo
diferente. Sin embargo, el alcance de esta previsión en cada acción es una empresa que sólo puede realizarse desde la particularidad de cada sujeto, nada más y nada menos, pero nunca imponerse desde un lugar que estaría inevitablemente destinado a excluir esa misma diferencia.
En estas coordenadas, es preciso considerar la condición particular de aquellos que históricamente han sido objeto de segregación y de violencia: los niños, los locos, las mujeres.
La infancia, la locura y la feminidad no son sólo los tres sujetos que han encarnado tradicionalmente y en diversas sociedades las figuras de una mayor debilidad y necesidad de protección. Son fundamentalmente el lugar de una palabra rechazada, incluso reprimida en el sentido más radical del término. Puede parecer más claro en el caso de la infancia y de la locura. Podía parecer menos evidente en el caso de la feminidad, a la que el psicoanálisis devolvió desde sus orígenes una palabra que estaba amordazada en el silencio del síntoma y de su sufrimiento. Considerados en algunas culturas como seres sagrados, portadores de una verdad ignorada, aquellos tres lugares de la palabra
rechazada se convierten también en objeto predilecto del acto violento, acto que viene al lugar de una palabra imposible de decir, tanto en las relaciones familiares como en la realidad social más amplia.
Considerado en la posición masculina, el pasaje al acto violento sobre una mujer se suele revelar como una forma de buscar y golpear en el otro lo que el sujeto no puede simbolizar, lo que no puede articular con palabras sobre sí mismo. Un análisis detenido permite mostrar en cada caso la
significación inconsciente por la que el sujeto masculino no puede llegar a reconocer lo que está golpeando de su propio ser alojado en el ser del otro, su pareja.
Puede entenderse así la relativa frecuencia con la que el pasaje al acto ejercido por el hombre termina en un acto posterior de autolesión que no podría explicarse por ningún recurso a una supuesta
culpabilidad asumida. No se trata tanto de un autocastigo como de la consecuencia última de un acto que toma al otro como lugar mediador en el que golpearse a sí mismo.
Desde la parte femenina, la posición de consentimiento, hasta de sumisión aceptada, que se encuentra tantas veces como límite de una acción que se proponga como socialmente liberadora o terapéutica, muestra la gran dificultad que existe a veces para separar al sujeto de la complicidad con la posición de su pareja.
Asumir este lugar de la diferencia como principio lógico y ético es ya una forma general de prevenir la violencia contra lo que aparece como diferente. Sin embargo, el alcance de esta previsión en cada acción es una empresa que sólo puede realizarse desde la particularidad de cada sujeto, nada
más y nada menos, pero nunca imponerse desde un lugar que estaría inevitablemente destinado a excluir esta misma diferencia.
Desde esta perspectiva, podemos declarar lo siguiente:
— Si el psicoanálisis se opone por principio a todo tipo de violencia es en la misma medida en que manifiesta el respeto más radical por la palabra del otro. La violencia como forma coercitiva de ejercicio de un poder será siempre un signo de la impotencia para sostener una palabra verdadera. En el caso de la violencia ejercida contra las mujeres
—ya sea por los hombres, por las instituciones, por los Estados o por otras mujeres
—, esta impotencia es correlativa de la imposibilidad de escuchar la palabra del sujeto femenino, pero también de escuchar lo femenino que hay en cada sujeto. En este sentido se hace absolutamente necesario crear, apoyar y desarrollar los espacios donde esta palabra pueda ser articulada, escuchada e interpretada, ya sea desde el espacio más íntimo y familiar, como desde el más público de cada realidad social.
Sólo desde el respeto más radical por la diferencia, especialmente en el registro de la diferencia sexual en cada cultura, podrá tener valor y efecto una igualdad en el registro de la realidad social y de los derechos que definen al sujeto social. En esta perspectiva, a la reivindicación de igualdad en el registro de los derechos sociales hay que agregar la reivindicación y el tratamiento de la diferencia en el registro de las identidades sexuales. El acto de violencia calificado como “machista” se revela
finalmente como un acto que pretende borrar, abolir, la diferencia que la feminidad encarna y reintroduce en cada vínculo de la realidad social.
por Miquel Bassols | 06/05/2015
No hay comentarios:
Publicar un comentario