Así fue como distraídamente apareció ante sus ojos; Era un
hombre viejo, él lo veía solo de atrás, y su silueta se recortaba
perfectamente: pelo bien peinado, blanco y prolijo, como su camisa y su saco
que alcanzaba a ver sobre el respaldo del asiento.
Tuvo la sensación de estar frente a la figura de su padre,
muerto hacía ya un año. Cerró los ojos, los volvió a abrir y allí estaba. Trato
de correrse a derecha y a izquierda para encontrar el rasgo diferente que le
confirmara que no era su padre, lo hizo, pero cuando la señal tal vez iba a
aparecer, interrumpía la comparación. Decidió que estaba viajando con él,
sintió una sensación de paz, de reencuentro, de seguridad. Hasta podía imaginar
su cara, su gesto contraído pero sereno y se imaginó un dialogo donde le
contaba de sus cosas y él se reía. Los dos viajaban el mismo viaje, solo que su
padre iba más adelante.
Al bajar tampoco se rompió el hechizo, bajó detrás de él y
se despidió en un juego que no alcanzó a comprender su sentido.
Al despertar pensó que realmente había viajado con él, pensó
que su padre se había corporizado. Múltiples ideas espiritistas acudían para razonar lo que parecía una
sensación inexplicable: Habían estado juntos en la realidad. Pensó que se repetiría,
y al día siguiente, a la misma hora tomo el mismo tren pero no lo encontró.
Pensó que sería el otro jueves, y esperó ese día que era justo trece que tiene
un valor mágico. Abordó el subterráneo de la línea B como todos los jueves,
pero tampoco estaba, y decidió olvidarlo.
Pero una tarde cualquiera, sin ninguna razón, volvió a
sentarse en el asiento extremo del vagón, para controlar los movimientos de los
pasajeros, y allí estaba, su silueta de espadas se recortaba idéntica. Esta vez
no tuvo dudas: su padre viajaba con él.
Ernesto Perez